18:00 h.
Cuando la tenue luz de primavera se deja vencer sobre el río.
Pero no tú.
Aquella tarde de fútbol para un chaval de 15 años quedaría grabada en su retina mucho más de lo que él creía. La verdad es que fue el mejor partido que me recuerdo. No es para menos, no siempre un padre al que quizá ver a su hijo jugar no le entusiasmaba, aunque siempre me acompañase, te acaba diciendo "vaya partidazo chaval, estabas en todas partes". Incluso gente que por allí rondaba y no era muy dada a hablarme.
La tarde había sido perfecta.
Aunque perdiésemos.
Y por ahí anda el asunto.
No escribo a la 1:20 de la mañana, naturalmente, para hablar de un simple partido de fútbol sin más relevancia. Quiero hacerlo de lo que para mí aquella tarde supuso. Porque que te metan 2 en los 10 primeros minutos te deja tocado, mucho.
Y entonces despiertas.
Más bien, algo despierta en ti. Se puede describir como una mezcla equilibrada entre las ganas de no acabar haciendo el ridículo de tu vida y las de remontar la situación cuanto antes. La presión puede contigo, y sin embargo va a sacar lo mejor de ti. Comienzas a correr, asumes los galones (aunque, por el tiempo que llevas ahí, no los tengas) y siempre la pides. Da igual si lo haces bien o no, quieres ayudar a los 10 que están contigo y el que tienes enfrente, por tus cojones, no va a superarte.
Estás ardiendo.
En tus ojos hay fuego.
Y nadie va a apagarlo.
Eres tú en estado puro.
Con todo esto, vengo a hacer referencia a nuestra capacidad como seres para hacer frente a todo lo que se nos oponga. Nunca está mal echar la vista atrás y recordar cuando pudiste con algo que creías acabaría contigo. En el fondo, somos capaces de luchar con lo que sea si así nos lo proponemos.
Quizá sí que exista lo invencible.
Quizá seas tú.
En aquel partido, como en la vida, lo mejor de mí quiso salir. Y yo no se lo impedí. Si eres consciente de una situación que te afecta, la arreglas. O haces lo imposible por ello. Y hacer lo imposible es mucho decir. A veces ni con eso basta para obtener lo que deseas. Simplemente, has llegado a tu límite.
Es suficiente.
Porque no todo depende de nosotros. Pero, tras ese esfuerzo, va a haber algo que algo que perdurará en ti por mucho tiempo: el orgullo. Ocurre como en nuestra vida diaria: vas a dar lo mejor que tengas por conservar aquello que más quieres, en absolutamente todos los ámbitos, pero va a haber una componente que nunca va a ser cosa tuya. Algo que no puedes controlar.
En el partido, era todo lo que no fueses tú.
En tu vida, es la otra parte.
La otra persona.
No podemos tratar de contentar a todo el mundo. Cada cual decide si continuar contigo o no. Al fin y al cabo, podemos llegar a cansar a quien sea. Porque puede decidir que hay alguien mejor que tú. O quizá no te habrán considerado desde un principio, no habrás sido suficiente. Lo que nunca deberá pasear por tu conciencia es el remordimiento por no haber dado lo mejor que tenías. Por haber evitado todas las malas situaciones posibles, sabiendo que te han dicho algo que te duele y sonriendo a pesar de ello. Por haber usado todas tus armas. Por haber llegado a sentir ese éxtasis de saber que te has entregado a fondo. Por saber que no te queda más que dar, y aún así lo das. Por, al fin y al cabo, alcanzar la calma que te produce saber que, si algo va mal, no precisamente habrá sido cosa tuya, ya que te has vaciado.
Y si ha sido así, y algo va mal, siempre habrá un lugar de ti donde esconderte.
Donde eres fuerte.
Tu refugio.
Tu partido.
Aquél en el que fuiste el mejor.
Pero no tú.
Aquella tarde de fútbol para un chaval de 15 años quedaría grabada en su retina mucho más de lo que él creía. La verdad es que fue el mejor partido que me recuerdo. No es para menos, no siempre un padre al que quizá ver a su hijo jugar no le entusiasmaba, aunque siempre me acompañase, te acaba diciendo "vaya partidazo chaval, estabas en todas partes". Incluso gente que por allí rondaba y no era muy dada a hablarme.
La tarde había sido perfecta.
Aunque perdiésemos.
Y por ahí anda el asunto.
No escribo a la 1:20 de la mañana, naturalmente, para hablar de un simple partido de fútbol sin más relevancia. Quiero hacerlo de lo que para mí aquella tarde supuso. Porque que te metan 2 en los 10 primeros minutos te deja tocado, mucho.
Y entonces despiertas.
Más bien, algo despierta en ti. Se puede describir como una mezcla equilibrada entre las ganas de no acabar haciendo el ridículo de tu vida y las de remontar la situación cuanto antes. La presión puede contigo, y sin embargo va a sacar lo mejor de ti. Comienzas a correr, asumes los galones (aunque, por el tiempo que llevas ahí, no los tengas) y siempre la pides. Da igual si lo haces bien o no, quieres ayudar a los 10 que están contigo y el que tienes enfrente, por tus cojones, no va a superarte.
Estás ardiendo.
En tus ojos hay fuego.
Y nadie va a apagarlo.
Eres tú en estado puro.
Con todo esto, vengo a hacer referencia a nuestra capacidad como seres para hacer frente a todo lo que se nos oponga. Nunca está mal echar la vista atrás y recordar cuando pudiste con algo que creías acabaría contigo. En el fondo, somos capaces de luchar con lo que sea si así nos lo proponemos.
Quizá sí que exista lo invencible.
Quizá seas tú.
En aquel partido, como en la vida, lo mejor de mí quiso salir. Y yo no se lo impedí. Si eres consciente de una situación que te afecta, la arreglas. O haces lo imposible por ello. Y hacer lo imposible es mucho decir. A veces ni con eso basta para obtener lo que deseas. Simplemente, has llegado a tu límite.
Es suficiente.
Porque no todo depende de nosotros. Pero, tras ese esfuerzo, va a haber algo que algo que perdurará en ti por mucho tiempo: el orgullo. Ocurre como en nuestra vida diaria: vas a dar lo mejor que tengas por conservar aquello que más quieres, en absolutamente todos los ámbitos, pero va a haber una componente que nunca va a ser cosa tuya. Algo que no puedes controlar.
En el partido, era todo lo que no fueses tú.
En tu vida, es la otra parte.
La otra persona.
No podemos tratar de contentar a todo el mundo. Cada cual decide si continuar contigo o no. Al fin y al cabo, podemos llegar a cansar a quien sea. Porque puede decidir que hay alguien mejor que tú. O quizá no te habrán considerado desde un principio, no habrás sido suficiente. Lo que nunca deberá pasear por tu conciencia es el remordimiento por no haber dado lo mejor que tenías. Por haber evitado todas las malas situaciones posibles, sabiendo que te han dicho algo que te duele y sonriendo a pesar de ello. Por haber usado todas tus armas. Por haber llegado a sentir ese éxtasis de saber que te has entregado a fondo. Por saber que no te queda más que dar, y aún así lo das. Por, al fin y al cabo, alcanzar la calma que te produce saber que, si algo va mal, no precisamente habrá sido cosa tuya, ya que te has vaciado.
Y si ha sido así, y algo va mal, siempre habrá un lugar de ti donde esconderte.
Donde eres fuerte.
Tu refugio.
Tu partido.
Aquél en el que fuiste el mejor.
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